En el Sáhara late una Iglesia que es puro Evangelio

La Prefectura Apostólica, confiada en 1954 a los oblatos, se apoya en Cáritas, en otras congregaciones y en los voluntarios, cristianos y musulmanes

Iglesia en el Sáhara. Foto: Josep Buades

Al margen de las cuestiones controvertidas, la Iglesia local en el Sáhara acompaña a las personas más vulnerables, desde los inmigrantes que llegan de diferentes países subsaharianos a cualquier persona que padezca una situación de dificultad.



Como explica a Vida Nueva el jesuita Josep Buades Fuster, director de la Cáritas local, esa respuesta eclesial se concreta en la Prefectura Apostólica del Sáhara, confiada desde 1954, por Pío XII, a los misioneros oblatos de la Inmaculada. Esta ha creado Cáritas, a la que ha dado forma de “asociación civil marroquí”, de acuerdo con “el reconocimiento legal que otorga Marruecos a la Iglesia católica” y que “le permite crear asociaciones con finalidad benéfica”. Además, en Cáritas “colaboran tres congregaciones: los propios oblatos, las Esclavas de la Inmaculada Niña (infantitas) y la Compañía de Jesús”.

Pequeña, pero significativa

Siendo la suya una presencia eclesial “pequeña, pero significativa”, que se desarrolla en El Aaiún y Dajla, Buades se felicita por el hecho de que, “al manifestarnos como Iglesia católica, nos abren todas las puertas a las que llamamos en nuestra labor de apoyo a los últimos, siendo muy apreciados por la población musulmana”. Así, “el aprecio que nos muestran personas muy diversas viene al valorar que, al encarnar el ejercicio de la caridad, lo hacemos por amor de Dios. Si los cristianos vibramos cuando los musulmanes manifiestan el sentido de fe y, por ahí, su unión con Dios, los musulmanes vibran cuando los cristianos manifestamos la caridad arraigada en Dios, que brota de su fuente. Hay algo profundamente sacramental: somos signo eficaz de la presencia de Dios, de su acción, de su amor”.

También contribuye también el hecho de que, “de cara a contratar personal, contamos con católicos y musulmanes”. Pero, si por algo se caracteriza esta pastoral, es “por lo mucho que se ve enriquecida por la aportación del voluntariado: profesionales marroquíes, universitarios subsaharianos, feligreses de la parroquia, médicos y profesionales de la medicina que acaban de pasar el examen del MIR y que vienen de España…”.

Iglesia en el Sáhara. Foto: Josep Buades

Un ejemplo es el médico coruñés Iago Franco Fernández, que estuvo en marzo como voluntario una vez que había terminado las oposiciones. Consciente de que, “en los meses en que estuve estudiando no dediqué a Dios el tiempo que me hubiera gustado, una vez que pasé el examen final, tras darme a conocer el proyecto un amigo jesuita, me decidí a venir un mes a El Aaiún”. Su fascinación tras esta experiencia es tal que no duda en afirmar que, “aunque Dios está en todas partes, si Jesús volviera a visitarnos, seguramente elegiría una ciudad como esta”.

Hospitalidad de la gente

Y es que “allí se puede sentir a Dios más cerca en todo momento: en la hospitalidad de su gente, que tiene por costumbre abrir la puerta de su casa a desconocidos e invitarlos a su mesa; en cada saludo entre dos amigos, en el que se pasan varios minutos agradeciendo a Dios por todo lo que va bien en la vida del otro; en que no hace falta estar tan atento para ver la necesidad del prójimo; en que esta necesidad no es motivo para dejar de celebrar, pero sí que te brinda muchas más oportunidades para poder ayudar; en la devoción con la que rezan los musulmanes; y, también, en la alegría de las misas cristianas”.

Igualmente, “se ve la mano de Dios en la humildad y atención con la que el equipo de Cáritas trata a los recién llegados, escuchando sus propuestas e invitándoles a compartir sus ideas e involucrarse hasta donde ellos quieran llegar con total libertad, en lugar de imponerles un trabajo concreto. A pesar de mi inexperiencia, verdaderamente, me hicieron sentir uno más del equipo”.

Otro médico voluntario que compartió la experiencia en marzo fue Julián Llorente Díez. Tras las dos primeras semanas, admite que se sentía “preocupado” y que, “todas las noches, cuando rezaba, le pedía a Dios lo mismo: que pudiera verle a través de las personas que se cruzaban en mi día a día”. Pero “no pasaba”… Con todo, continuaba tenaz con su compromiso, “pasando consulta en un local de Cáritas al que iban pacientes que no podían permitirse pagar los tratamientos o los medicamentos recetados, o que simplemente se sentían más seguros yendo allí”.

Un niño lo cambió todo

Un hito en su vivencia aconteció “un jueves, en un espacio para niños donde, además de la atención médica, se busca dar una cierta educación a chicos que no están escolarizados. Ese día, me trajeron a un niño de unos cinco años. Le dolía mucho la muñeca y el responsable estaba preocupado por si se le podía haber roto algún hueso. Hablé con él. Noté en sus ojos lo que quería: que alguien le prestara atención unos minutos. Me dispuse a explorarle, le palpé e hice las maniobras que me indicaron que no estaba roto. El responsable se tranquilizó. Pero el niño seguía con esa mirada. Fui a la sala donde teníamos la medicación, cogí crema y le di un masaje en la muñeca para calmarle el dolor. Cuando terminé, el niño salió corriendo de la consulta como un loco en busca de sus amigos, con una sonrisa que parecía imposible”.

Iglesia en el Sáhara. Foto: Josep Buades

Esa fue su ‘Cuaresma’ espiritual… Pero su ‘Pascua de Resurrección’ llegó, cómo no, “un domingo. Esa fue la segunda vez que me topé cara a cara con el Señor en El Aaiún. Y ahí tuve mi verdadero encuentro con Él. Fue cuando, después de la misa, tras una charla en la que les habíamos hablado del Jubileo de la Esperanza, un niño se me acercó por la espalda, corriendo. El abrazo no llegó mucho más arriba de la rodilla. Cuando me giré a verle la cara, era él. El mismo niño que había atendido días antes. Me había reconocido. Estuvimos jugando un rato, pero volvió con su madre. Mientras yo conversaba con distintas personas, él se me acercó de nuevo con una sorpresa en su puño: un trozo de la galleta que estaba comiendo. Posiblemente, fuese para él un tesoro. Y me estaba dando parte de él”.

Con emoción, Llorente recuerda que “repitió esa acción con todos los dulces que su madre le dejó probar. En ese primer compartir, me di cuenta de que Dios estaba en ese niño. Con ternura, me devolvía, en un trozo de su valiosa galleta, el cariño que yo le había dado. ‘Porque, cuando tuve sed, me disteis de beber’, dice Jesús en el Evangelio… Y ambos, el niño y yo, teníamos sed de ‘algo’”.

Con los discapacitados de Dajla

Otra persona que le marcó fue Mohamed Fadel Semlali, conocido por todos como ‘Buh’. Desde hace muchos años en silla de ruedas, es un bastión de la Asociación de Discapacitados de Dajla, un programa de Cáritas que, desde hace 25 años, atiende a decenas de niños con distintas enfermedades motrices, lo que en su contexto es considerado un “castigo de Dios”. Al romper esta visión, ha conseguido que muchos voluntarios se comprometan con ellos. Además, este musulmán es el encargado de custodiar una iglesia cristiana de la comunidad. Lo que refleja perfectamente la identidad de la presencia eclesial en la zona.

Como aprecia Llorente, ‘Buh’, “muy amigo de los oblatos, no pierde ocasión de invitar a los voluntarios de Cáritas a que conozcan la asociación. Y, cuando hay médicos, pide que se acerquen a pasar consulta: a regalar el tesoro del tiempo y la escucha. En los locales de la asociación todo rezuma limpieza, orden, profesionalidad, un cariño inmenso. Los rostros de los niños con discapacidad, más aún los de sus familias, revelan la importancia de mostrar amor, consideración, respeto”.

Así, el día que les visitó, el médico español lo dedicó “a darles amor con mis manos, con un abrazo, con una exploración cuidadosa y un cariño enternecedor con todo lo que les rodeaba”. Ninguno de ellos le habló, pero todos salieron de su consulta “reflejando alegría. Y con eso me basta”.

Por casualidad

El último testimonio es el de la también médico española Alejandra González Pérez. Aunque “trabajar como médico en África era una idea que me rondaba por la cabeza desde hacía mucho tiempo”, le debe la oportunidad de lo vivido “a la casualidad, ya que conocí la Cáritas de la Prefectura Apostólica gracias a un compañero, que me explicó el proyecto de ayuda tanto en El Aaiún como en Dajla”.

Para romper “la barrera del idioma”, dedicó el mes anterior a ir a estudiar francés. El resumen de lo vivido lo marcó ya “el primer día”, que fue “caótico”, pero lleno de hondura: “En Dajla pasé consulta y más o menos me pude comunicar con los pacientes. No vinieron muchos, por lo que podía tomarme mi tiempo para tratar de adivinar sus necesidades con vocabulario y comprensión limitados”.

Al día siguiente, “seguía perdida. Esa noche viajé a El Aaiún. Llegué lista para comenzar la segunda jornada de consulta. Pero no estuve sola: Afaf, una maravillosa enfermera polivalente marroquí, me ayudó con todas mis dudas y pasamos la consulta juntas”. Después de comer, “fue el momento de visitar El Marsa por primera vez: un municipio costero que vive de la industria del pescado. Visitamos a mujeres alojadas en una fábrica con unas condiciones de higiene y sanidad muy pobres”.

Dormían en el suelo

Fue impactante ver “cómo, en el mejor de los casos, dormían sobre colchones en el suelo, con hartos dolores y mucho estrés. Sacaban fuerzas de donde no hay para seguir adelante. Es muy duro ver que lo único que puedes hacer por ellas en esa situación es darles Paracetamol para el dolor de espalda, sabiendo que eso es como usar una tirita para una amputación”.

Iglesia en el Sáhara. Foto: Josep Buades

Poco a poco, “fui sintiéndome más cómoda, tanto en la consulta como con el idioma, y ganando cierta confianza para buscar pequeñas soluciones a las numerosas carencias presentadas. En El Aaiún te encuentras con sufrimiento, con resignación, y te das cuenta de que no hace falta saber hablar perfectamente su lengua para entender cómo se sienten. Son niños que necesitan cariño, mujeres con hijos sin trabajo cuyo marido se ha ido con otra… Muchos han vivido el rechazo de los suyos y la angustia les genera muchos dolores de cabeza y espalda. Otros problemas no se pueden arreglar con pastillas”.

De su paso por Dajla, González se queda con el rato compartido con unos inmigrantes llegados desde el mar al hospital: “Tras darles café y ropa para que se pudieran cambiar, una vez que les miré a los ojos, las palabras salieron solas. Un poco de comida y conversación fue lo único que pudimos darles, pero traté de demostrar mi cariño a esos hombres que no habían recibido nada más que la muerte de sus amigos, viendo cómo tiraban sus cuerpos por la borda, y noté agradecimiento. Sentía su mezcla de alegría por haber llegado a algún punto y tristeza por la muerte. Me llevo sus caras conmigo. Y muchas ganas para tratar de seguir ayudando a mi alrededor, en la medida que pueda. Acercándote a los lugares más oscuros aprendes a encontrar un poco de luz”.

Fotos: Josep Buades Fuster, sj.

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