Apenas han pasado 24 horas desde que la tragedia vinculada a la realidad migratoria azotase de nuevo la isla de El Hierro. Cuatro mujeres, dos niñas y una menor de 16 murieron ayer al volcar un cayuco con 152 personas -entre ellas 45 mujeres, 19 niñas y 10 niños- en el puerto de La Restinga, cuando se disponían a desembarcar. Ahora, han sido trasladados a la localidad de San Andrés, donde se les recibe en el Centro de Atención Temporal (CATE). Allí se encuentra, una vez más, el párroco Darwin Rivas junto a la ONG Corazón Naranja.
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Después de ser cacheados por la policía, “les llevamos a los baños, a los dormitorios, estamos con ellos… Les preguntamos si tienen hambre, les damos la comida y acompañamos en todo el papeleo con extranjería, con policía científica y hacemos de traductores en la medida de lo posible”.
Al otro lado del teléfono, la voz del sacerdote se entremezcla con la de los niños que ahora juegan tranquilos, aunque rodeados de sufrimiento. “Acabamos de decirle a una madre que su hijo ha muerto”, lamenta Rivas. “Aquí todos lo pasamos fatal”, continúa. “Somos una familia que trabajamos en el servicio que prestamos desde la Guardia Civil, la Policía Nacional, servicio de salud canario, Cruz Roja, nosotros también como ONG, Protección Civil… Ayer hablaba con dos compañeros de la Policía, porque son compañeros, que llevan mucho tiempo aquí en el CATE y estaban destrozados. Uno de ellos salvó a un niño que estaba en el agua ya ahogándose”, explica. Y es que, los que vivieron la tragedia en primera persona no dudaron en “echarse al agua”, aún poniendo en peligro sus propias vidas. “Lo que ha pasado genera dolor en todos los aspectos”, insiste. “Son seres humanos”.

Siete personas fallecen en una nueva tragedia en el puerto de La Restinga (El Hierro)
“No tienen nada”
El dolor de haber sido testigos de esto ahora está en su máxima expresión. Pero no ha sido la primera vez. Ni, probablemente, será la última. Es algo con lo que los vecinos de la isla conviven desde hace años. “Al inicio la incertidumbre, al ser una isla tan pequeña, hacía que la gente tuviera sus miedos, como es normal”, explica Rivas. “Pero nos hemos encargado de sensibilizar y además contando con que estas islas son de gente que ha migrado, sobre todo a Venezuela y han vuelto, hace que lleven esa sensibilidad también en su ADN”.
“Nosotros somos unos afortunados”, asegura Rivas, que es migrante venezolano. “Yo sé bien lo que es salir de casa y dejar todo atrás, dejar tus sueños y llevar nada, una maleta”, señala. “Pero bueno, yo soy cura, tengo la chapita de la Iglesia que me defiende, pero esta gente no tiene nada”. Además, apunta que la xenofobia juega contra ellos: “son negros y musulmanes. Y eso también es importante, porque los estereotipos pesan mucho, por muchas ganas que tengan ellos de llegar y trabajar para tener una vida mejor”.
Acompañar el dolor
Esta conversación ha tenido lugar apenas unas horas antes del entierro de una de las niñas de dos años que murieron a unos metros de su llegada a la costa herreña. Unos metros de mar en el que se ha quedado la promesa de toda una vida. “Nosotros acompañamos también en los entierros”, dice Rivas. “No hacemos ningún rito religioso católico, pero estamos allí, con ellos, simplemente. Nuestra labor es acompañarles”.
Mientras tanto, continúa la calma: “Ahora mismo, desde donde estoy, veo a los niños jugando con las bicicletas que tenemos en el CATE, que han sido donaciones. Una madre está dando de comer a su bebé, otra mujer está comiendo… Esta gente tiene una capacidad de supervivencia tremenda. En fin, es así la vida, ¿no?”.